martes, 28 de octubre de 2008

Una modesta proposición (Jonathan Swift)

Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público.


Dublín, Irlanda, 1729

Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de las cabañas atestados de mendigos del sexo femenino, seguidos de tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas madres, en vez de hallarse en condiciones de trabajar para ganarse la vida honestamente, se ven obligadas a perder su tiempo en la vagancia, mendigando el sustento de sus desvalidos infantes: quienes, apenas crecen, se hacen ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Pretendiente en España, o se venden a sí mismos en las Barbados.
Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este número prodigioso de niños en los brazos, sobre las espaldas o a los talones de sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el deplorable estado actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; y por lo tanto, quienquiera que encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer de ellos miembros cabales y útiles del estado, merecería tanto agradecimiento del público como para tener instalada su estatua como protector de la Nación.
Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer solamente por los niños de los mendigos declarados: es de alcance mucho mayor y tendrá en cuenta el número total de infantes de cierta edad nacidos de padres que de hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra caridad en las calles.
Por mi parte, habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años sobre este importante asunto, y sopesado maduradamente los diversos planes de otros proyectistas, siempre los he encontrado groseramente equivocados en su cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido durante un año solar por la leche materna y poco alimento más; a lo sumo por un valor no mayor de dos chelines o su equivalente en mendrugos, que la madre puede conseguir ciertamente mediante su legítima ocupación de mendigar. Y es exactamente al año de edad que yo propongo que nos ocupemos de ellos de manera tal que en lugar de constituir una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y vestido por el resto de sus vidas, contribuirán por el contrario a la alimentación, y en parte a la vestimenta, de muchos miles.
Hay además otra gran ventaja en mi plan, que evitará esos abortos voluntarios y esa práctica horrenda, ¡cielos!, ¡demasiado frecuente entre nosotros!, de mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando a los pobres bebés inocentes, no sé si más por evitar los gastos que la vergüenza, lo cual arrancaría las lágrimas y la piedad del pecho más salvaje e inhumano.
El número de almas en este reino se estima usualmente en un millón y medio, de éstas calculo que puede haber aproximadamente doscientas mil parejas cuyas mujeres son fecundas; de ese número resto treinta mil parejas capaces de mantener a sus hijos, aunque entiendo que puede no haber tantas bajo las actuales angustias del reino; pero suponiéndolo así, quedarán ciento setenta mil parideras. Resto nuevamente cincuenta mil por las mujeres que abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedad antes de cumplir el año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres nacidos anualmente: la cuestión es entonces, cómo se educará y sostendrá a esta cantidad, lo cual, como ya he dicho, es completamente imposible, en el actual estado de cosas, mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura; ni construimos casas (quiero decir en el campo) ni cultivamos la tierra: raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años, excepto cuando están precozmente dotados, aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes, época durante la cual sólo pueden considerarse aficionados, según me ha informado un caballero del condado de Cavan, quien me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la edad de seis, ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por la más pronta competencia en ese arte.
Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o muchacha no es mercancía vendible antes de los doce años; e incluso cuando llegan a esta edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona como máximo en la transacción; lo que ni siquiera puede compensar a los padres o al reino el gasto en nutrición y harapos, que habrá sido al menos de cuatro veces ese valor.
Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias reflexiones, que espero no se prestarán a la menor objeción.
Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un ragout.
Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya calculados, veinte mil se reserven para la reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán machos; lo que es más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los puercos; y mi razón es que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy estimada por nuestros salvajes, en consecuencia un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino; aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos; y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.
He calculado que como término medio un niño recién nacido pesará doce libras, y en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará las veintiocho.
Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.
Todo el año habrá carne de infante, pero más abundantemente en marzo, y un poco antes o después: pues nos informa un grave autor, eminente médico francés, que siendo el pescado una dieta prolífica, en los países católicos romanos nacen muchos mas niños aproximadamente nueve meses después de Cuaresma que en cualquier otra estación; en consecuencia, contando un año después de Cuaresma, los mercados estarán más abarrotados que de costumbre, porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a uno en este reino: y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el número de papistas entre nosotros.
Ya he calculado el costo de crianza de un hijo de mendigo (entre los que incluyo a todos los cabañeros, a los jornaleros y a cuatro quintos de los campesinos) en unos dos chelines por año, harapos incluidos; y creo que ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo, del cual, como he dicho, sacará cuatro fuentes de excelente carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia familia a comer con él. De este modo, el hacendado aprenderá a ser un buen terrateniente y se hará popular entre los arrendatarios; y la madre tendrá ocho chelines de ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.
Quienes sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el cuerpo; con la piel, artificiosamente preparada, se podrán hacer admirables guantes para damas y botas de verano para caballeros elegantes.
En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este propósito pueden establecerse en sus zonas más convenientes, y podemos estar seguros de que carniceros no faltarán; aunque más bien recomiendo comprar los niños vivos y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos para asar los cerdos.
Una persona muy respetable, verdadera amante de su patria, cuyas virtudes estimo muchísimo, se entretuvo últimamente en discurrir sobre este asunto con el fin de ofrecer un refinamiento de mi plan. Se le ocurrió que, puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por exterminar sus ciervos, la demanda de carne de venado podría ser bien satisfecha por los cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no mayores de catorce años ni menores de doce; ya que son tantos los que están a punto de morir de hambre en todo el país, por falta de trabajo y de ayuda; de éstos dispondrían sus padres, si estuvieran vivos, o de lo contrario, sus parientes más cercanos. Pero con la debida consideración a tan excelente amigo y meritorio patriota, no puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque en lo que concierne a los machos, mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente experiencia, que la carne era generalmente correosa y magra, como la de nuestros escolares por el continuo ejercicio, y su sabor desagradable; y cebarlos no justificaría el gasto. En cuanto a la mujeres, creo humildemente que constituiría una pérdida para el público, porque muy pronto serían fecundas; y además, no es improbable que alguna gente escrupulosa fuera capaz de censurar semejante práctica (aunque por cierto muy injustamente) como un poco lindante con la crueldad; lo cual, confieso, ha sido siempre para mí la objeción más firme contra cualquier proyecto, por bien intencionado que estuviera.
Pero a fin de justificar a mi amigo, él confesó que este expediente se lo metió en la cabeza el famoso Psalmanazar, un nativo de la isla de Formosa que llegó de allí a Londres hace más de veinte años, y que conversando con él le contó que en su país, cuando una persona joven era condenada a muerte, el verdugo vendía el cadáver a personas de calidad como un bocado de los mejores, y que en su época el cuerpo de una rolliza muchacha de quince años, que fue crucificada por un intento de envenenar al emperador, fue vendido al Primer Ministro del Estado de Su Majestad Imperial y a otros grandes mandarines de la corte, junto al patíbulo, por cuatrocientas coronas. Ni en efecto puedo negar que si el mismo uso se hiciera de varias jóvenes rollizas de esta ciudad, que sin tener cuatro peniques de fortuna no pueden andar si no es en coche, y aparecen en el teatro y las reuniones con exóticos atavíos que nunca pagarán, el reino no estaría peor.
Algunas personas de espíritu agorero están muy preocupadas por la gran cantidad de pobres que están viejos, enfermos o inválidos, y me han pedido que dedique mi talento a encontrar el medio de desembarazar a la nación de un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me aflige en absoluto, porque es muy sabido que esa gente se está muriendo y pudriendo cada día por el frío y el hambre, la inmundicia y los piojos, tan rápidamente como se puede razonablemente esperar. Y en cuanto a los trabajadores jóvenes, están en una situación igualmente prometedora; no pueden conseguir trabajo y desfallecen de hambre, hasta tal punto que si alguna vez son tomados para un trabajo común no tienen fuerza para cumplirlo; y entonces el país y ellos mismos son felizmente librados de los males futuros.
He divagado excesivamente, de manera que volveré al tema. Me parece que las ventajas de la proposición que he enunciado son obvias y muchas, así como de la mayor importancia.
En primer lugar, como ya he observado, disminuiría grandemente el número de papistas que nos invaden anualmente, que son los principales engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos; y que se quedan en el país con el propósito de entregar el reino al Pretendiente, esperando sacar ventaja de la ausencia de tantos buenos protestantes, quienes han preferido abandonar el país antes que quedarse en él pagando diezmos contra su conciencia a un cura episcopal.
Segundo, los más pobres arrendatarios poseerán algo de valor que la ley podrá hacer embargable y que les ayudará a pagar su renta al terrateniente, habiendo sido confiscados ya su ganado y cereales, y siendo el dinero algo desconocido para ellos.
Tercero, puesto que la manutención de cien mil niños, de dos años para arriba, no se puede calcular en menos de diez chelines anuales por cada uno, el tesoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil libras por año, sin contar el provecho del nuevo plato introducido en las mesas de todos los caballeros de fortuna del reino que tengan algún refinamiento en el gusto. Y el dinero circulará sólo entre nosotros, ya que los bienes serán enteramente producidos y manufacturados por nosotros.
Cuarto, las reproductoras constantes, además de ganar ocho chelines anuales por la venta de sus niños, se quitarán de encima la obligación de mantenerlos después del primer año.
Quinto, este manjar atraerá una gran clientela a las tabernas, donde los venteros serán seguramente tan prudentes como para procurarse las mejores recetas para prepararlo a la perfección, y consecuentemente ver sus casas frecuentadas por todos los distinguidos caballeros, quienes se precian con justicia de su conocimiento del buen comer: y un diestro cocinero, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se las ingeniará para hacerlo tan caro como a ellos les plazca.
Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el matrimonio, que todas las naciones sabias han alentado mediante recompensas o impuesto mediante leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres hacia sus hijos, al estar seguras de que los pobres niños tendrían una colocación de por vida, provista de algún modo por el público, y que les daría una ganancia anual en vez de gastos. Pronto veríamos una honesta emulación entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado al niño más gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo tanto como atienden ahora a sus yeguas, sus vacas o sus puercas cuando están por parir; y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (práctica tan frecuente) por temor a un aborto.
Muchas otras ventajas podrían enumerarse. Por ejemplo, la adición de algunos miles de reses a nuestra exportación de carne en barricas, la difusión de la carne de puerco y el progreso en el arte de hacer buen tocino, del que tanto carecemos ahora a causa de la gran destrucción de cerdos, demasiado frecuentes en nuestras mesas; que no pueden compararse en gusto o magnificencia con un niño de un año, gordo y bien desarrollado, que hará un papel considerable en el banquete de un Alcalde o en cualquier otro convite público. Pero, siendo adicto a la brevedad, omito esta y muchas otras ventajas.
Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían compradoras habituales de carne de niño, además de otras que la comerían en celebraciones, especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín se colocarían anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del reino (donde probablemente se venderán algo más barato) las restantes ochenta mil.
No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse razonablemente contra esta proposición, a menos que se aduzca que la población del Reino se vería muy disminuida. Esto lo reconozco francamente, y fue de hecho mi principal motivo para ofrecerla al mundo. Deseo que el lector observe que he calculado mi remedio para este único y particular Reino de Irlanda, y no para cualquier otro que haya existido, exista o pueda existir sobre la tierra. Por consiguiente, que ningún hombre me hable de otros expedientes: de crear impuestos para nuestros desocupados a cinco chelines por libra; de no usar ropas ni mobiliario que no sean producidos por nosotros; de rechazar completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo exótico; de curar el derroche de engreimiento, vanidad, holgazanería y juego en nuestras mujeres; de introducir una vena de parsimonia, prudencia y templanza; de aprender a amar a nuestro país, en lo cual nos diferenciamos hasta de los lapones y los habitantes de Tupinambú; de abandonar nuestras animosidades y facciones, de no actuar más como los judíos, que se mataban entre ellos mientras su ciudad era tomada; de cuidarnos un poco de no vender nuestro país y nuestra conciencia por nada; de enseñar a los terratenientes a tener aunque sea un punto de compasión de sus arrendatarios. De imponer, en fin, un espíritu de honestidad, industria y cuidado en nuestros comerciantes, quienes, si hoy tomáramos la decisión de no comprar otras mercancías que las nacionales, inmediatamente se unirían para trampearnos en el precio, la medida y la calidad, y a quienes por mucho que se insistiera no se les podría arrancar una sola oferta de comercio honrado.
Por consiguiente, repito, que ningún hombre me hable de esos y parecidos expedientes, hasta que no tenga por lo menos un atisbo de esperanza de que se hará alguna vez un intento sano y sincero de ponerlos en práctica. Pero en lo que a mí concierne, habiéndome fatigado durante muchos años ofreciendo ideas vanas, ociosas y visionarias, y al final completamente sin esperanza de éxito, di afortunadamente con este proyecto, que por ser totalmente novedoso tiene algo de sólido y real, trae además poco gasto y pocos problemas, está completamente a nuestro alcance, y no nos pone en peligro de desagradar a Inglaterra. Porque esta clase de mercancía no soportará la exportación, ya que la carne es de una consistencia demasiado tierna para admitir una permanencia prolongada en sal, aunque quizá yo podría mencionar un país que se alegraría de devorar toda nuestra nación aún sin ella.
Después de todo, no me siento tan violentamente ligado a mi propia opinión como para rechazar cualquier plan propuesto por hombres sabios que fuera hallado igualmente inocente, barato, cómodo y eficaz. Pero antes de que alguna cosa de ese tipo sea propuesta en contradicción con mi plan, deseo que el autor o los autores consideren seriamente dos puntos. Primero, tal como están las cosas, cómo se las arreglarán para encontrar ropas y alimentos para cien mil bocas y espaldas inútiles. Y segundo, ya que hay en este reino alrededor de un millón de criaturas de forma humana cuyos gastos de subsistencia reunidos las dejaría debiendo dos millones de libras esterlinas, añadiendo los que son mendigos profesionales al grueso de campesinos, cabañeros y peones, con sus esposas e hijos, que son mendigos de hecho: yo deseo que esos políticos que no gusten de mi propuesta y sean tan atrevidos como para intentar una contestación, pregunten primero a lo padres de esos mortales si hoy no creen que habría sido una gran felicidad para ellos haber sido vendidos como alimento al año de edad de la manera que yo recomiendo, y de ese modo haberse evitado un escenario perpetuo de infortunios como el que han atravesado desde entonces por la opresión de los terratenientes, la imposibilidad de pagar la renta sin dinero, la falta de sustento y de casa y vestido para protegerse de las inclemencias del tiempo, y la más inevitable expectativa de legar parecidas o mayores miserias a sus descendientes para siempre.
Declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor interés personal en esforzarme por promover esta obra necesaria, y que no me impulsa otro motivo que el bien público de mi patria, desarrollando nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo penique; el más joven tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda.

domingo, 13 de abril de 2008

Queridos Warner Brothers

Queridos Warner Brothers:
Al parecer hay más de una forma de conquistar una ciudad y de mantenerla bajo el dominio propio. Por ejemplo, hasta el momento en que pensamos en hacer esta película, no tenía la menor idea de que la ciudad de Casablanca perteneciera exclusivamente a los Warner Brothers. Sin embargo, pocos días después de anunciar nuestra película recibimos su largo y ominoso documento legal en el que se nos conminaba a no utilizar el nombre de Casablanca.
Parece ser que en 1471, Ferdinand Balboa Warner, su tatarabuelo, al buscar una tajo hasta la ciudad de Burbank, se tropezó con las costas de Africa y, levantando su bastón (que más tarde cambió por un centenar de acciones en la bolsa), las denominó Casablanca.
Sencillamente, no comprendo su actitud. Aun cuando pensaran en la reposición de su película, estoy seguro de que el aficionado medio al cine aprendería oportunamente a distinguir entre Ingrid Bergman y Harpo. No sé si yo podría, pero desde luego me gustaría intentarlo.
Ustedes reivindican su Casablanca y pretenden que nadie más pueda utilizar ese conmbre sin permiso. ¿Qué me dicen de Warner Brothers? ¿Es de su propiedad, también? Probablemente tengan ustedes el derecho de utilizar el nombre de Warner, pero, ¿y el de Brothers? Profesionalmente, nosotros éramos Brothers mucho antes que ustedes. Hacíamos ya la ronda de las candilejas como The Marx Brothers cuando la Vitaphone era todavía un simple destello en el ojo del inventor, e incluso antes de nosotros ha habido otros hermanos: los Smith Brothers [fabricantes de pastillas para la tos], los Karamazov Brothers; Dan Brothers, un centrocampista del Detroit; y Brother, can you spare me a dime? (que originalmente se llamaba BrotherS, can you spare me a dime? pero esto era reducir demasiado la moneda, así que despacharon a un hermano, dieron todo el dinero al otro y lo dejaron en Brother, can you spare me a dime?).
Y ahora, Jack, hablemos de usted. ¿Diría Usted que es el suyo un nombre original? Pues no lo es. Se utilizaba mucho antes de nacer usted. Sobre la marcha, recuerdo dos Jacks: había el Jack de JACK AND THE BEANTALK [cuento infantil] y el Jack el Destripador, que se hizo un bonito renombre en su día.
En cuanto a usted, Harry, seguramente firmará sus cheques con la firme convicción de que es usted el primer Harry de todos los tiempos y de que todos los demás Harrys son impostores. Recuerdo a dos Harrys que le precedieron. Existió Lighthouse Harry de fama revolucionaria [se refiere a LightHORSE Harry, apodo de Lee Henry, héroe de la revolución de EEUU], y también un Harry Appelbaum que vivía en la esquina de la calle 93 con Lexington Avenue. Desgraciadamente, Appelbaum no era demasiado conocido. La última vez que supe de él, vendía corbatas en Weber y Heilbroner.
Hablemos ahora del estudio de Burbank. Creo que es esto lo que ustedes, hermanos, llaman su cuartel general. El viejo Burbank ha desaparecido. Quizá se acuerden de él. Era un hombre muy hábil en la huerta. Su mujer decía a menudo que Luther tenía diez pulgares verdes. ¡Qué mujer debe de haber sido! Burbank era el mago que entrecruzaba todos esos frutos y legumbres hasta dejarlos en tal estado de confusión e incertidumbre que nunca llegaba a decidir si debían ir al comedor en el plato de la carne o en el de los postres.
Esto es una simple conjetura, desde luego, preo, ¿quién sabe?, quizá los supervivientes de Brubank no sean demasiado felices ante el hecho de que una fábrica de películas a destajo se haya instalado en su ciudad, se haya apropiado del nombre de Burbank y lo utilice como presentación de sus films.

domingo, 3 de febrero de 2008

La condición humana (fragmento) André Malraux

Desde una relojería, transformada en puesto, Kyo observaba el tren blindado. A 200 metros hacia delante y hacia atrás, los revolucionarios habían hecho saltar los rieles y arrancado el paso a nivel. Del tren que obstruía la calle –inmóvil, muerto-, Kyo no veía más que dos vagones, uno cerrado, como un vagón para ganado, y el otro aplastado, como bajo un receptáculo de petróleo, bajo su torrecilla, de donde salía un cañón de pequeño calibre. No había hombres: ni sitiados ocultos tras de sus rejas cerradas como las de una cárcel, ni asaltantes, dentro de las casas que dominaban la vía. Detrás de Kyo, hacia la iglesia rusa o hacia la Imprenta comercial, no cesaban las descargas. Los soldados dispuestos a dejarse desarmar no entraban en cuenta; los otros iban a morir. Todas las secciones insurrectas estaban armadas ahora; las tropas gubernamentales, con el frente deshecho, huían hacia Nankín en los trenes saboteados y por los barrancos fangosos de las carreteras, bajo el viento lluvioso. El ejército del Kuomintang llegaría a Shangai dentro de algunas horas: de momento en momento, venían los correos. Entró Chen, como siempre, vestido de obrero; se sentó al lado de Kyo, y contempló el tren. Sus hombres estaban de guardia detrás de una barricada, a cien metros de allí, aunque no debían atacar. El cañón del tren, de perfil, se movía. Como nubes muy bajas, unos velos de humo, última vida del incendio extinto, se deslizaban por delante de él. –No creo que tengan ya muchas municiones –dijo Chen. El cañón salía de la torrecilla como el telescopio de un observatorio, y se movía con una movilidad prudente; a pesar de los blindajes, la vacilación de aquel movimiento le hacia parecer frágil. –En cuanto nuestros propios cañones estén allá... –dijo Kyo. El que contemplaban dejó de moverse y disparó. En respuesta, una descarga crepitó contra el blindaje. Un claro apareció en el cielo gris y blanco, precisamente por encima del tren. Un correo llevó algunos documentos a Kyo. –-No tenemos mayoría en el comité –-dijo éste. La asamblea de delegados, reunida clandestinamente por el partido Kuomintang, antes de la insurrección, había elegido un comité centra de 26 miembros, 15 de ellos comunistas; pero este comité acababa de elegir, a su vez, el comité ejecutivo, que iba a organizar el gobierno municipal. Allí estaba la eficacia; allí, los comunistas ya no tenían mayoría. Un segundo correo con uniforme entró y se detuvo junto al marco de la puerta. –El arsenal está tomado. –-¿Y los tanques? –preguntó Kyo. –-Han salido para Nankín. –-¿Tú vienes del ejército? Era un soldado de la 1ª División, la que contaba mayor número de comunistas. Kyo le interrogó. El hombre estaba amargado: se preguntaba para qué servía la Internacional. Todo se había entregado a la burguesía del Kuomintang; los parientes de los soldados, campesinos casi todos, se veían obligados a hacer efectiva la crecida cotización de los fondos de guerra, en tanto que la burguesía sólo estaba gravada con moderación. Si pretendían apoderarse de las tierras, las órdenes superiores se lo impedían. La toma de Shangai iba a cambiar todo aquello –pensaban los soldados comunistas; él, el mensajero, no estaba muy seguro de ello. Informado de una sola parte, exponía malos argumentos; pero era fácil deducirlos mejores. –La guardia roja –-respondía Kyo–- y la milicia obrera iba a ser creadas en Shangai; en Han-Kow había más de 200 mil obreros sin trabajo. Ambos, de minuto en minuto, se detenían y escuchaban. –-Han-Kow –-dijo el hombre–-; sé muy bien lo que hay en han-kow... Sus voces ensordecidas parecían permanecer junto a ellos, retenidas por el aire estremecido, que parecía esperar también el cañón. Ambos pensaban en Han-Kow, “la ciudad más industrial de toda China”. Allí se organizaba un nuevo ejército rojo; a aquella misma hora, las secciones obreras aprendían allí a manejar los fusiles... Con las piernas separadas, los puños en las rodillas, la boca entreabierta, Chen contemplaba a los correos y no decía nada. –-Todo va a depender del prefecto de Shangai –prosiguió Kyo-. Si éste es de los nuestros, poco importa la mayoría. Si es de la derecha... Chen consultó la hora. En aquella relojería, por lo menos treinta relojes, en marcha o parados, señalaban horas diferentes. Descargas precipitadas se reunieron, en un alud. Chen dudó si miraría o no hacia fuera: no podía apartar los ojos de aquel universo de movimientos de relojería, impasibles ante la Revolución. El movimiento de los correos que salían le repuso; se decidió, por fin, a consultar su propio reloj. –-Las cuatro. Se puede saber... Hizo funcionar el teléfono de campaña, soltó rabiosamente el receptor y se volvió hacia Kyo. –-El prefecto es de la derecha. –-Extender por ahora la Revolución, y después profundizarla... –-dijo Kyo, más como una pregunta que como una respuesta–-. La línea de conducta de la Internacional parece consistir en dejar aquí el poder a la burguesía.Provisionalmente... seremos robados. He visto a unos correos del frente todo movimiento obrero está prohibido en la retaguardia. Chiang Kaishek ha mandado disparar sobre los huelguistas, adoptando algunas precauciones. Entró un rayo de sol. Allí arriba, la mancha azul del claro se agrandaba. La calle se llenó de sol. A pesar de las descargas, el tren blindado, bajo aquella luz, parecía abandonado. Disparó de nuevo. Kyo y Chen lo observaban, con menos atención ahora: quizá el enemigo estuviese más cerca de ellos. Muy inquieto, Kyo miraba confusamente a la acera, que brillaba bajo el sol provisional. Una gran sombra se extendió. Levantó la cabeza: era Katow. –-Antes de quince días –-prosiguió–-, el gobierno Kuomintang suprimiría nuestras secciones de asalto. Acabo de ver a unos oficiales azules, enviados del frente para sondearnos e insinuarnos astutamente que las armas estarían mejor entre ellos que entre nosotros. Desarmar a la guardia obrera: Tendrán a la Policía, al Comité, al Prefecto, el Ejército y las armas. Y habremos hecho la insurrección para eso. Debemos abandonar el Kuomintang, aislar el partido comunista y, si es posible, entregarle el poder. No se trata de jugar al ajedrez, sino de pensar seriamente en el proletariado, en todo esto. ¿Qué le aconsejaremos? Chen se miraba los pies, finos y sucios, desnudos dentro de unos zuecos.–-los obreros tienen razón al declararse en huelga. Nosotros les ordenamos que cesen en la huelga. Los campesinos quieren apoderarse de las tierras. Tienen razón. Nosotros se lo prohibimos. Su acento no subrayaba las palabras más largas. –-Nuestras contraseñas son las de los azules –-continuó Kyo–-, con unas cuantas promesas más. Pero los azules dan a los burgueses lo que les prometen, y nosotros no damos a los obreros lo que prometemos a los obreros. –-Basta –-dijo Chen, sin levantar siquiera los ojos-–-. En primer término, hay que matar a Chiang Kaishek. Katow escuchaba en silencio. –-Eso, para lo futuro –-dijo, por fin–-. Ahora, están matando a los nuestros. Sí. Y, sin embargo, Kyo, no estoy seguro de ser de tu opinión: ya ves. Al comienzo de la Revolución, cuando no era todavía socialista revolucionario, todos estábamos en contra de la táctica de Lenin en Ucrania. Antonov, comisario allá, había condenado a diez años de trabajos forzados, por sabotaje. Sin juicio. Por su propia autoridad de Comisario en la Checa, Lenin le felicitó; todos protestamos. Eran unos verdaderos explotadores los propietarios, ¿sabes?, y varios de nosotros fuimos a las minas, como condenados: Porque creíamos que había que ser particularmente justos con ellos; nada menos. Sin embargo, si los hubiéramos puesto en libertad, el proletariado no habría comprendido nada. Lenin tenía razón. La justicia esta de nuestra parte; pero Lenin tenía razón. Y nosotros estábamos también contra los poderes extraordinarios de la Checa. Hay que prestar atención. La contraseña actual es buena: extender la revolución, y después profundizarla. Lenin nos dijo, de pronto: “Todo el poder para los Soviets”. –-Pero nunca dijo: El poder para los mencheviques. Ninguna situación puede obligarnos a que entreguemos nuestras armas a los azules. Ninguna. Porque, entonces, no hay duda alguna, la Revolución está perdida, y no existe... Entraba un oficial del Kuomintang, bajito, estirado, casi japonés. Saludó. –-El ejército estará aquí dentro de media hora –-dijo–-. Nos faltan armas. ¿Cuántas pueden ustedes proporcionarnos? Chen se paseaba por la habitación. Katow esperaba. –Las milicias obreras deben permanecer armadas –dijo Kyo. –Mi pedido ha sido hecho de acuerdo con el gobierno de Han-Kow –declaró el oficial. Kyo y Chen sonrieron. –Les ruego que se informen –agregó. Kyo utilizó el teléfono. –Hasta con la orden... –-comenzó Chen, entre dientes. –-¡Bueno! –exclamó Kyo. Escuchaba. Katow cogió el segundo receptor. Lo colgaron de nuevo. –-Bien –-dijo Kyo–-. Pero los hombres están aún en las filas. –-La artillería estará allí muy pronto –dijo el oficial-. Acabaremos con estas cosas... –Señaló el tren blindado, encallado en el sol... –Nosotros mismos. ¿Podrán ustedes entregar las armas a las tropas mañana por la tarde? Tenemos una urgente necesidad de ellas. Continuamos avanzando hacia Nankín. –-Dudo que sea posible recuperar más de la mitad de las armas. –-¿Por qué? –-Todos los comunistas no se avendrán a entregarlas. –-¿Ni aun con la orden de Han-Kow? –-Ni aun con la orden de Moscú. Por lo menos, inmediatamente. Apreciaban la exasperación del oficial, aunque éste no la manifestaba. –-Vea usted lo que puede hacer –dijo-. Enviaré a uno, a eso de las siete.Salió. ––-¿Eres tú de opinión que se entreguen las armas?–-preguntó Kyo a Katow. –-Trato de comprender. Es preciso, ante todo, ir a Han-Kow, ¿sabes? ¿Qué quiere la Internacional? Desde luego, servirse del ejército del Kuomintang para unificar China. Desarrollar después por medio de la propaganda y demás, esa Revolución democrática en Revolución socialista. –-Hay que matar a Chiang Kaishek –dijo secamente Chen. –-Chiang Kaishek no nos dejará ya que lleguemos a eso –respondió Kyo–-. No puede. No puede mantenerse aquí más que apoyándose en las aduanas y en las contribuciones de la burguesía, y la burguesía, no pagará nada: será preciso que le devuelva la moneda en comunistas degollados. –-Todo eso –dijo Chen–- es hablar para no decir nada. –-Déjanos en paz –dijo Katow–-. No pienses que vas a poder matar a Chiang Kaishek sin el acuerdo del Comité Central, o, por lo menos del, Delegado de la Internacional. Un rumor lejano iba llenando, poco a poco, el silencio. –-¿Vas a ir a Han-Kow? –preguntó Chen a Kyo. –-Desde luego. Chen se paseaba por la habitación, bajo todos los péndulos de los despertadores y de los relojes de cuclillo, que continuaban llevando el compás. Lo que he dicho muy sencillo –pronunció al fin–-. Lo esencial. La única cosa que hay que hacer. Avísales. –-¿Tú esperarás? Kyo sabía que, si Chen, en lugar de responder, vacilaba, no era porque Katow le hubiera convencido. Era porque ninguna de las órdenes presentes de la Internacional satisfacía la pasión profunda que le había hecho revolucionario; si, por disciplina, las aceptaba, ya no podía obrar. Kyo contemplaba, bajo los relojes, aquel cuerpo hostil que había hecho a la Revolución el sacrificio de sí mismo y de los demás, y al que la Revolución iba tal vez a lanzar a su soledad con el recuerdo de sus asesinatos. A la vez de los suyos y contra él, ya no podía unírsele ni separársele. Bajo la fraternidad de las armas, en el instante mismo en que contemplaba aquel tren blindado al que quizá atacasen juntos, sentía la ruptura posible como hubiera sentido la amenaza de la crisis en un amigo epiléptico o loco, en el momento de su mayor lucidez. Chen había reanudado sus paseos. Sacudió la cabeza, como para protestar, y dijo, por fin: “Bueno”, encogiéndose de hombros, como si hubiese respondido así para satisfacer a Kyo, en un deseo pueril. Volvió el rumor más fuerte, aunque tan confuso, que tuvieron que escuchar con mucha atención para distinguir qué era lo que lo producía. Parecía que subía del suelo. –-No –dijo Kyo–-; son gritos. Se acercaban y se hacían más precisos. –-¿Tomarán la iglesia rusa? –interrogó Katow. Muchos gubernamentales estaban atrincherados allá. Pero los gritos se aproximaban, como si viniesen de los arrabales hacia el centro. Eran cada vez más fuertes. Resultaba imposible distinguir las palabras. Katow echó una ojeada al tren blindado. –-¿Les llegarán refuerzos? Los gritos, siempre sin palabras, se producían cada vez más cerca, como si alguna noticia capital hubiese sido transmitida de multitud en multitud. Luchando con ellos, otro ruido se sobrepuso y se hizo distinto, por fin: la conmoción regular del suelo bajo los pasos. –-El ejército –dijo Katow–-. Son los nuestros. Sin duda. Los gritos eran aclamaciones. Siendo aún imposible distinguirlos de los aullidos del miedo: Kyo había oído aproximarse así los de la multitud fugitiva a causa de la inundación. El martillero de los pasos se cambió en un chapaleo y luego se reanudó: los soldados se habían detenido y volvían a partir en otra dirección. –-Se les ha avisado que el tren blindado está aquí –dijo Kyo. Los del tren oirían, sin duda, los gritos peor que ellos, pero mucho mejor el martillero, transmitido por la resonancia de los blindajes. Un estruendo formidable sorprendió a los tres: por cada pieza, por cada ametralladora y por cada fusil, el tren disparaba. Katow había formado parte de uno de los trenes blindados de Siberia; más fuerte que él, su imaginación le hacía seguir la agonía de éste. Los oficiales habían ordenado el fuego a discreción. ¿Qué podrían hacer en sus torrecillas, con el teléfono en una mano y el revólver en la otra? Cada soldado adivinaba, sin duda, lo que significaba aquel martilleo. ¿Se preparaban a morir juntos, o a arrojarse los unos sobre los otros, en aquel enorme submarino que no volvería a elevarse jamás? El tren mismo entraba en una ansia furiosa. Disparando por todas partes: conmovido por su frenesí mismo, parecía querer arrancarse de los rieles, como si la rabia desesperada de los hombres que albergaba hubiese pasado a aquella armadura prisionera y se debatiese ella también. Lo que en aquel desencadenamiento fascinaba a Katow no era la mortal embriaguez en que zozobraban los hombres del tren; era el estremecimiento de los rieles, que contenía todos aquellos aullidos como una camisa de fuerza: hizo un movimiento con el brazo hacia delante, para convencerse de que no se le había paralizado. Treinta segundos, y el estruendo cesó. Por encima de la conmoción sorda de los pasos y del tic-tac de todos los relojes de la tienda, se estableció un fragor de pesados hierros: la artillería del ejército revolucionario. Detrás de cada blindaje, un hombre del tren escuchaba aquel ruido como la voz misma de la muerte.