domingo, 3 de febrero de 2008

La condición humana (fragmento) André Malraux

Desde una relojería, transformada en puesto, Kyo observaba el tren blindado. A 200 metros hacia delante y hacia atrás, los revolucionarios habían hecho saltar los rieles y arrancado el paso a nivel. Del tren que obstruía la calle –inmóvil, muerto-, Kyo no veía más que dos vagones, uno cerrado, como un vagón para ganado, y el otro aplastado, como bajo un receptáculo de petróleo, bajo su torrecilla, de donde salía un cañón de pequeño calibre. No había hombres: ni sitiados ocultos tras de sus rejas cerradas como las de una cárcel, ni asaltantes, dentro de las casas que dominaban la vía. Detrás de Kyo, hacia la iglesia rusa o hacia la Imprenta comercial, no cesaban las descargas. Los soldados dispuestos a dejarse desarmar no entraban en cuenta; los otros iban a morir. Todas las secciones insurrectas estaban armadas ahora; las tropas gubernamentales, con el frente deshecho, huían hacia Nankín en los trenes saboteados y por los barrancos fangosos de las carreteras, bajo el viento lluvioso. El ejército del Kuomintang llegaría a Shangai dentro de algunas horas: de momento en momento, venían los correos. Entró Chen, como siempre, vestido de obrero; se sentó al lado de Kyo, y contempló el tren. Sus hombres estaban de guardia detrás de una barricada, a cien metros de allí, aunque no debían atacar. El cañón del tren, de perfil, se movía. Como nubes muy bajas, unos velos de humo, última vida del incendio extinto, se deslizaban por delante de él. –No creo que tengan ya muchas municiones –dijo Chen. El cañón salía de la torrecilla como el telescopio de un observatorio, y se movía con una movilidad prudente; a pesar de los blindajes, la vacilación de aquel movimiento le hacia parecer frágil. –En cuanto nuestros propios cañones estén allá... –dijo Kyo. El que contemplaban dejó de moverse y disparó. En respuesta, una descarga crepitó contra el blindaje. Un claro apareció en el cielo gris y blanco, precisamente por encima del tren. Un correo llevó algunos documentos a Kyo. –-No tenemos mayoría en el comité –-dijo éste. La asamblea de delegados, reunida clandestinamente por el partido Kuomintang, antes de la insurrección, había elegido un comité centra de 26 miembros, 15 de ellos comunistas; pero este comité acababa de elegir, a su vez, el comité ejecutivo, que iba a organizar el gobierno municipal. Allí estaba la eficacia; allí, los comunistas ya no tenían mayoría. Un segundo correo con uniforme entró y se detuvo junto al marco de la puerta. –El arsenal está tomado. –-¿Y los tanques? –preguntó Kyo. –-Han salido para Nankín. –-¿Tú vienes del ejército? Era un soldado de la 1ª División, la que contaba mayor número de comunistas. Kyo le interrogó. El hombre estaba amargado: se preguntaba para qué servía la Internacional. Todo se había entregado a la burguesía del Kuomintang; los parientes de los soldados, campesinos casi todos, se veían obligados a hacer efectiva la crecida cotización de los fondos de guerra, en tanto que la burguesía sólo estaba gravada con moderación. Si pretendían apoderarse de las tierras, las órdenes superiores se lo impedían. La toma de Shangai iba a cambiar todo aquello –pensaban los soldados comunistas; él, el mensajero, no estaba muy seguro de ello. Informado de una sola parte, exponía malos argumentos; pero era fácil deducirlos mejores. –La guardia roja –-respondía Kyo–- y la milicia obrera iba a ser creadas en Shangai; en Han-Kow había más de 200 mil obreros sin trabajo. Ambos, de minuto en minuto, se detenían y escuchaban. –-Han-Kow –-dijo el hombre–-; sé muy bien lo que hay en han-kow... Sus voces ensordecidas parecían permanecer junto a ellos, retenidas por el aire estremecido, que parecía esperar también el cañón. Ambos pensaban en Han-Kow, “la ciudad más industrial de toda China”. Allí se organizaba un nuevo ejército rojo; a aquella misma hora, las secciones obreras aprendían allí a manejar los fusiles... Con las piernas separadas, los puños en las rodillas, la boca entreabierta, Chen contemplaba a los correos y no decía nada. –-Todo va a depender del prefecto de Shangai –prosiguió Kyo-. Si éste es de los nuestros, poco importa la mayoría. Si es de la derecha... Chen consultó la hora. En aquella relojería, por lo menos treinta relojes, en marcha o parados, señalaban horas diferentes. Descargas precipitadas se reunieron, en un alud. Chen dudó si miraría o no hacia fuera: no podía apartar los ojos de aquel universo de movimientos de relojería, impasibles ante la Revolución. El movimiento de los correos que salían le repuso; se decidió, por fin, a consultar su propio reloj. –-Las cuatro. Se puede saber... Hizo funcionar el teléfono de campaña, soltó rabiosamente el receptor y se volvió hacia Kyo. –-El prefecto es de la derecha. –-Extender por ahora la Revolución, y después profundizarla... –-dijo Kyo, más como una pregunta que como una respuesta–-. La línea de conducta de la Internacional parece consistir en dejar aquí el poder a la burguesía.Provisionalmente... seremos robados. He visto a unos correos del frente todo movimiento obrero está prohibido en la retaguardia. Chiang Kaishek ha mandado disparar sobre los huelguistas, adoptando algunas precauciones. Entró un rayo de sol. Allí arriba, la mancha azul del claro se agrandaba. La calle se llenó de sol. A pesar de las descargas, el tren blindado, bajo aquella luz, parecía abandonado. Disparó de nuevo. Kyo y Chen lo observaban, con menos atención ahora: quizá el enemigo estuviese más cerca de ellos. Muy inquieto, Kyo miraba confusamente a la acera, que brillaba bajo el sol provisional. Una gran sombra se extendió. Levantó la cabeza: era Katow. –-Antes de quince días –-prosiguió–-, el gobierno Kuomintang suprimiría nuestras secciones de asalto. Acabo de ver a unos oficiales azules, enviados del frente para sondearnos e insinuarnos astutamente que las armas estarían mejor entre ellos que entre nosotros. Desarmar a la guardia obrera: Tendrán a la Policía, al Comité, al Prefecto, el Ejército y las armas. Y habremos hecho la insurrección para eso. Debemos abandonar el Kuomintang, aislar el partido comunista y, si es posible, entregarle el poder. No se trata de jugar al ajedrez, sino de pensar seriamente en el proletariado, en todo esto. ¿Qué le aconsejaremos? Chen se miraba los pies, finos y sucios, desnudos dentro de unos zuecos.–-los obreros tienen razón al declararse en huelga. Nosotros les ordenamos que cesen en la huelga. Los campesinos quieren apoderarse de las tierras. Tienen razón. Nosotros se lo prohibimos. Su acento no subrayaba las palabras más largas. –-Nuestras contraseñas son las de los azules –-continuó Kyo–-, con unas cuantas promesas más. Pero los azules dan a los burgueses lo que les prometen, y nosotros no damos a los obreros lo que prometemos a los obreros. –-Basta –-dijo Chen, sin levantar siquiera los ojos-–-. En primer término, hay que matar a Chiang Kaishek. Katow escuchaba en silencio. –-Eso, para lo futuro –-dijo, por fin–-. Ahora, están matando a los nuestros. Sí. Y, sin embargo, Kyo, no estoy seguro de ser de tu opinión: ya ves. Al comienzo de la Revolución, cuando no era todavía socialista revolucionario, todos estábamos en contra de la táctica de Lenin en Ucrania. Antonov, comisario allá, había condenado a diez años de trabajos forzados, por sabotaje. Sin juicio. Por su propia autoridad de Comisario en la Checa, Lenin le felicitó; todos protestamos. Eran unos verdaderos explotadores los propietarios, ¿sabes?, y varios de nosotros fuimos a las minas, como condenados: Porque creíamos que había que ser particularmente justos con ellos; nada menos. Sin embargo, si los hubiéramos puesto en libertad, el proletariado no habría comprendido nada. Lenin tenía razón. La justicia esta de nuestra parte; pero Lenin tenía razón. Y nosotros estábamos también contra los poderes extraordinarios de la Checa. Hay que prestar atención. La contraseña actual es buena: extender la revolución, y después profundizarla. Lenin nos dijo, de pronto: “Todo el poder para los Soviets”. –-Pero nunca dijo: El poder para los mencheviques. Ninguna situación puede obligarnos a que entreguemos nuestras armas a los azules. Ninguna. Porque, entonces, no hay duda alguna, la Revolución está perdida, y no existe... Entraba un oficial del Kuomintang, bajito, estirado, casi japonés. Saludó. –-El ejército estará aquí dentro de media hora –-dijo–-. Nos faltan armas. ¿Cuántas pueden ustedes proporcionarnos? Chen se paseaba por la habitación. Katow esperaba. –Las milicias obreras deben permanecer armadas –dijo Kyo. –Mi pedido ha sido hecho de acuerdo con el gobierno de Han-Kow –declaró el oficial. Kyo y Chen sonrieron. –Les ruego que se informen –agregó. Kyo utilizó el teléfono. –Hasta con la orden... –-comenzó Chen, entre dientes. –-¡Bueno! –exclamó Kyo. Escuchaba. Katow cogió el segundo receptor. Lo colgaron de nuevo. –-Bien –-dijo Kyo–-. Pero los hombres están aún en las filas. –-La artillería estará allí muy pronto –dijo el oficial-. Acabaremos con estas cosas... –Señaló el tren blindado, encallado en el sol... –Nosotros mismos. ¿Podrán ustedes entregar las armas a las tropas mañana por la tarde? Tenemos una urgente necesidad de ellas. Continuamos avanzando hacia Nankín. –-Dudo que sea posible recuperar más de la mitad de las armas. –-¿Por qué? –-Todos los comunistas no se avendrán a entregarlas. –-¿Ni aun con la orden de Han-Kow? –-Ni aun con la orden de Moscú. Por lo menos, inmediatamente. Apreciaban la exasperación del oficial, aunque éste no la manifestaba. –-Vea usted lo que puede hacer –dijo-. Enviaré a uno, a eso de las siete.Salió. ––-¿Eres tú de opinión que se entreguen las armas?–-preguntó Kyo a Katow. –-Trato de comprender. Es preciso, ante todo, ir a Han-Kow, ¿sabes? ¿Qué quiere la Internacional? Desde luego, servirse del ejército del Kuomintang para unificar China. Desarrollar después por medio de la propaganda y demás, esa Revolución democrática en Revolución socialista. –-Hay que matar a Chiang Kaishek –dijo secamente Chen. –-Chiang Kaishek no nos dejará ya que lleguemos a eso –respondió Kyo–-. No puede. No puede mantenerse aquí más que apoyándose en las aduanas y en las contribuciones de la burguesía, y la burguesía, no pagará nada: será preciso que le devuelva la moneda en comunistas degollados. –-Todo eso –dijo Chen–- es hablar para no decir nada. –-Déjanos en paz –dijo Katow–-. No pienses que vas a poder matar a Chiang Kaishek sin el acuerdo del Comité Central, o, por lo menos del, Delegado de la Internacional. Un rumor lejano iba llenando, poco a poco, el silencio. –-¿Vas a ir a Han-Kow? –preguntó Chen a Kyo. –-Desde luego. Chen se paseaba por la habitación, bajo todos los péndulos de los despertadores y de los relojes de cuclillo, que continuaban llevando el compás. Lo que he dicho muy sencillo –pronunció al fin–-. Lo esencial. La única cosa que hay que hacer. Avísales. –-¿Tú esperarás? Kyo sabía que, si Chen, en lugar de responder, vacilaba, no era porque Katow le hubiera convencido. Era porque ninguna de las órdenes presentes de la Internacional satisfacía la pasión profunda que le había hecho revolucionario; si, por disciplina, las aceptaba, ya no podía obrar. Kyo contemplaba, bajo los relojes, aquel cuerpo hostil que había hecho a la Revolución el sacrificio de sí mismo y de los demás, y al que la Revolución iba tal vez a lanzar a su soledad con el recuerdo de sus asesinatos. A la vez de los suyos y contra él, ya no podía unírsele ni separársele. Bajo la fraternidad de las armas, en el instante mismo en que contemplaba aquel tren blindado al que quizá atacasen juntos, sentía la ruptura posible como hubiera sentido la amenaza de la crisis en un amigo epiléptico o loco, en el momento de su mayor lucidez. Chen había reanudado sus paseos. Sacudió la cabeza, como para protestar, y dijo, por fin: “Bueno”, encogiéndose de hombros, como si hubiese respondido así para satisfacer a Kyo, en un deseo pueril. Volvió el rumor más fuerte, aunque tan confuso, que tuvieron que escuchar con mucha atención para distinguir qué era lo que lo producía. Parecía que subía del suelo. –-No –dijo Kyo–-; son gritos. Se acercaban y se hacían más precisos. –-¿Tomarán la iglesia rusa? –interrogó Katow. Muchos gubernamentales estaban atrincherados allá. Pero los gritos se aproximaban, como si viniesen de los arrabales hacia el centro. Eran cada vez más fuertes. Resultaba imposible distinguir las palabras. Katow echó una ojeada al tren blindado. –-¿Les llegarán refuerzos? Los gritos, siempre sin palabras, se producían cada vez más cerca, como si alguna noticia capital hubiese sido transmitida de multitud en multitud. Luchando con ellos, otro ruido se sobrepuso y se hizo distinto, por fin: la conmoción regular del suelo bajo los pasos. –-El ejército –dijo Katow–-. Son los nuestros. Sin duda. Los gritos eran aclamaciones. Siendo aún imposible distinguirlos de los aullidos del miedo: Kyo había oído aproximarse así los de la multitud fugitiva a causa de la inundación. El martillero de los pasos se cambió en un chapaleo y luego se reanudó: los soldados se habían detenido y volvían a partir en otra dirección. –-Se les ha avisado que el tren blindado está aquí –dijo Kyo. Los del tren oirían, sin duda, los gritos peor que ellos, pero mucho mejor el martillero, transmitido por la resonancia de los blindajes. Un estruendo formidable sorprendió a los tres: por cada pieza, por cada ametralladora y por cada fusil, el tren disparaba. Katow había formado parte de uno de los trenes blindados de Siberia; más fuerte que él, su imaginación le hacía seguir la agonía de éste. Los oficiales habían ordenado el fuego a discreción. ¿Qué podrían hacer en sus torrecillas, con el teléfono en una mano y el revólver en la otra? Cada soldado adivinaba, sin duda, lo que significaba aquel martilleo. ¿Se preparaban a morir juntos, o a arrojarse los unos sobre los otros, en aquel enorme submarino que no volvería a elevarse jamás? El tren mismo entraba en una ansia furiosa. Disparando por todas partes: conmovido por su frenesí mismo, parecía querer arrancarse de los rieles, como si la rabia desesperada de los hombres que albergaba hubiese pasado a aquella armadura prisionera y se debatiese ella también. Lo que en aquel desencadenamiento fascinaba a Katow no era la mortal embriaguez en que zozobraban los hombres del tren; era el estremecimiento de los rieles, que contenía todos aquellos aullidos como una camisa de fuerza: hizo un movimiento con el brazo hacia delante, para convencerse de que no se le había paralizado. Treinta segundos, y el estruendo cesó. Por encima de la conmoción sorda de los pasos y del tic-tac de todos los relojes de la tienda, se estableció un fragor de pesados hierros: la artillería del ejército revolucionario. Detrás de cada blindaje, un hombre del tren escuchaba aquel ruido como la voz misma de la muerte.

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